He despertado en una soledad inusual, absorbente y grata: la casa entera solo para Herr Monty y para mi. En tanto preparo café mi felino compañero, miagador y con el rabo en sagitario, trenza dúctiles ochos entre mis piernas desnudas. Es su modo de dar a entender que por protocolo él debe de llenar la andorga primero. Me se de voluntad mas floja y lo acepto. Por dar al desayuno un tono euforizante pongo en el viejo tocata “Gigantes y Cabezudos”, una zarzuela en tres actos con música de Manuel Fernández Caballero y libreto de Miguel Echegaray, hermano del olvidado Premio Nobel José Echegaray.
En esto se va la ‘luz’ y como es natural cesa la música. Tras la vacilación impuesta por la sorpresa doy en preguntarme si será un castigo, una goyeria de la secreta del gobierno; pienso, fíjense ustedes, que acaso escuchar zarzuela ronde el delito en estos tiempos de pazguatería y fingido candor que han echado cabezuelas borriqueras con el zapaterozerolismo. Proviene la ocurrencia de la naturaleza del texto y de los personajes (de hierro y no de organdí) de la pieza que con regocijo escuchaba, que no hay entre ellos tiranobanderolistas liberticidas, algoreleanos con fervorin de sacristía, sarracenos farrucos, florislindos, travestones, crédulos de los de comer moscones a cucharadas, lloramingas con afrentas supuestas en busca de beneficios, censalistas ni engendros de cuota y calla.
Luego se armo un diabólico "tole tole" en el patio. Un confuso guirigay orquestado por ventanas que se abren, toldos que se alzan mediante manubrios quejumbrosos y exasperantes, persianas que se acomodan con inaudita prisa y, por encima de todo ello, los bocinazos que con cierta dosis de patanería las vecinas se daban unas a otras. No llevaban las pirujas ni dos minutos sin luz y ya alborotaban como si los caballos del Apocalipsis corrieran desbocados por el barrio. Mas templado, puesto que la falta de corriente eléctrica me importa una higa, continué sin demora con el programa del día. Figuraba en este la tarea inexcusable de lazar a esos libros que, jugando al despiste, casi adquieren la categoría de perennes en los rincones mas insospechados de la casa, colocarles en una cesta y cargar con ellos hasta el desván. Y en esas estaba, reuniendo piezas para estabulizarlas durante la invernada, cuando di con “BRUJERÍAS”, la impagable obra de Don Fernando Gutiérrez que de tan buena y cabal utilidad me ha sido en vuestro servicio.
En fin, que seducido por las sugerencias históricas y literarias en las que se vuelca don Fernando, no he podido evitar ponerme al teclado para regalarme y regalaros con otra de sus "crónicas". Sea la ultima. Con mi agradecimiento.
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MALFETRIAS, ENSALMOS Y CONJUROS
He recurrido adrede a un vocablo antiguo, malfetría, para castellanizar lo que los catalanes, de una forma concreta y popularisima llaman mal donat, o mal dado, traducido libremente. La malfetría no es más que el hechizo, encanto o embrujamiento que se hace a un individuo, con obscuros propósitos. Allí donde no puede llegar el aojamiento llega, infaliblemente, la malfetría, que también pudiera llamarse magia contagiosa.
Para lograr este embrujamiento las hechiceras han de conseguir algo que pertenezca al cuerpo de quien van a embrujar y cuanto más sucio mejor: uñas, pelo, excrementos incluso ropa. Utilizando este material, la bruja manipula con él y clava, pincha, corta o rompe, según quiera que algo semejante le ocurra al elegido. El sistema de embrujamiento resulta un poco complicado porque la bruja no es persona que no esté enamorada de su oficio y le gusta complicarlo con virguerías. Es lo que pidiéramos llamar una sibarita de su profesión.
Una malfetría muy corriente es la de confeccionar una muñeca de trapo o de cera o aun de barro, pero en ambos casos con material o parte de él que haya pertenecido al embrujado, y coserla a alfileres. Según donde se claven los alfileres será la enfermedad que padecerá el embrujado, o bien se producirá lo que se ha dado en llamar modo de la agujeta, experimento éste que solía hacer Catalina de Médicis cuando la edad había retirado de ella sus naturales encantos. La aristoloquia y la artemisa son buenos remedios contra este mal. También, a veces, suelen no clavar alfileres en la figurilla y arrojarla al mar, con lo que el embrujado se despierta con un incansable deseo de viajar de un lado a otro, sin reposo ni sosiego. Claro que todas estas operaciones se llevan a cabo con una serie de conjuros y misteriosas oraciones e imprecaciones.
Un maleficio muy famoso fué, hace ya mucho tiempo, el del llamado hombre pez, de Liérganes. El embrujado se llamó Francisco de la Vega Casar, y vivía en Liérganes con sus padres. A los quince años fué a Bilbao a aprender el oficio de carpintero, donde vivió dos años. En la víspera del día de San Juan del último año, se fué a bañar con unos amigos a la ría. Nadando ría abajo se perdió de vista y desapareció. No se supo nada más de él hasta que cinco años después, unos pescadores de Cádiz que pescaban en alta mar vieron «una figura como de hombre o mujer que se mostraba fuera del agua y se sumergía en queriendo acercarse para reconocerla». Decidieron pescarlo y para ello le lanzaban desde lejos grandes pedazos de pan. Con gran asombro suyo vieron que los cogía con la mano y se los comía. Un día juntaron muchas redes, haciendo con ellas una especie de enorme círculo, logrando pescarle. El «pez» fue llevado al convento de San Francisco, donde fue interrogado en diversos idiomas, pero a ninguno contestó. Solamente le oyeron pronunciar la palabra «Liérganes». Un montañés que por allí había hizo que escribieran a don Domingo de Santolla que además, de ser de Liérganes, era ministro de la Suprema Inquisición. El franciscano fray Juan Rosende acompañó al pez hasta los alrededores de Liérganes, donde hizo que el pescado lo guiase, como así fué. Y ocurrió que, sin vacilación alguna, el hombre pez se dirigió a la casa de sus padres, quienes, junto con sus hermanos, lo reconocieron en seguida. Hay que advertir, para dar más misterio a la cosa, que uno de los hermanos, José de la Vega, al tener antes noticias de lo ocurrido, marchó a Cádiz, pero no se supo nunca nada más de él. Un testigo ocular afirma que solamente pronunciaba tres palabras: tabaco, pan y vino, pero no hablaba ni respondía. «Cuando le vi la primera vez -dice el testigo- ya no tenía escamas, aunque si la cutis muy áspera y las uñas muy gastadas, aunque un anciano de aquel lugar, hombre de muy buena razón, asegura que cuando vino se le veían algunas escamas en el pecho y espalda, pero que luego se le fueron cayendo». El hombre pez estuvo nueve o diez años en Liérganes y desapareció luego sin dejar rastro.
Corrió la voz de que su madre lo había embrujado, pero ella lo negaba «y me inclino a la verdad de esta mujer, porque la conocí y me parecio mansa y virtuosa».
En Cataluña, para maleficiar, es todavía costumbre decir los «responsos de la muerte». Para llevar a cabo esta ceremonia la bruja ha de hacer quemar un cirio cabeza abajo, salmodiando la fórmula mágica, y del mismo modo que se consume la cera se consume el individuo a quien se le dedica tan cariñoso recuerdo. La cura se hace quemando el cirio al revés. Es una fórmula muy útil porque sirve también para que las lavanderas encuentren las piezas de ropa que han perdido. Es el cerato simple de la brujería.
El ensalmo nació como réplica supersticiosa a estas artes diabólicas del maleficio. En realidad, no es más que un cierto modo de curar con oraciones, y otras aplicando al mismo tiempo algunos remedios. Llamáronse ensalmos porque, por lo general, se utilizaban los versos del Salterio, «y dellos, con las letras iniciativas de letra por versos o por parte hacen unas sortijas para ciertas enfermedades».
«Ensalmar a uno -dice Covarrubias- a veces significa descalabrarle, porque tiene necesidad de que le aten alguna venda a la cabeza, de las cuales suelen usar los ensalmadores, bendiciéndolas primero y haciendo con ellas ciertas cruces sobre la parta llagada o herida».
Otras veces las oraciones son simplemente mágicas y se confía más en la manipulación de de determinadas cosas. Así por ejemplo, las verrugas se curaban echando en un pote tantos guisantes como verrugas tenía el enfermo y pronunciando luego las palabras mágicas. Cervantes nos habla también de cierto ensalmo para pegar barbas.
Pero los tipos más importantes de este curanderismo eran los saludadores, que curaban con saliva. El P. Castañega no los considera hechiceros. «Tienen algunos hombres tal saliva, en ayunas -dice- , que basta matar las serpientes, y cada día vemos que la saliva en ayunas cura las sarnillas y algunas llagas sin aplicar otra medicina. De esta manera podría ser que algunos hombres fuesen así complexionados que tuviesen virtud natural oculta en el aliento o resollo y en la saliva y aun en el tacto». Al ganado lo curaban dándole pedacitos de pan «cortados por su boca y mojados en su saliva», y se curaba también la gota coral escupiendo a la cara del enfermo.
En Barcelona son muy corrientes las xucladors, que curan chupando las heridas, llagas, quemaduras, mordeduras de serpientes y de perros rabiosos. Una famosa saludadora barcelonesa curaba del siguiente modo: lavaba la herida o lo que fuera, luego hacía sobre ella tres veces una cruz con la lengua y después chupaba con toda su fuerza mientras el enfermo rezaba una salve. Como todas las saludadoras, decía haber nacido en Viernes Santo y, en consecuencia, tener una cruz en el paladar.
Los conjuros fueron otro tipo de réplica a estas artes diabólicas, pero su campo de acción se extendió en contra de su primitivo propósito y alcanzaron un gran desarrollo, sobre todo en el aspecto amoroso. En la causa contra Francisco González, que saca a relucir don Agustín G. de Amezúa, había una fórmula para ligar o atraer el amor del hombre. Era la siguiente:
Con cinco te miro,
con cinco te ato,
la sangre te bebo,
el corazón te arrebato,
tan humilde vengas a mí
como las suelas de mis zapatos.
Arre, borrico,
que muy bien te ato;
te juro a Dios y a esta cruz
que has de andar tras de mí
como el alba tras la luz.
Esta era una fórmula corriente, pero había otras como clavar clavos en la pared recitando una fórmula mágica, dar de beber sangre de tórtola, o fabricar un perfume con frutos de cilantro reducidos a polvo y mezclados con almizcle, azafrán e incienso, colgar en el cuello raíces de lirio, o dar infusión de corregüela en vino; también se podia hacer un magnifico filtro para mantener la fidelidad conyugal dejando en infusión durante diez minutos cinco gramos de hojas de vincapervinca, magnetizando el agua y pronunciando determinadas oraciones.
El mismo Amezúa cita una fórmula del licenciado Amador Velasco y Mañueco «para hacerse amar locamente», como se dice por ahí. Toma una rana viva y métela en un tintero y tápala con su tapador, y luego lleva el tintero a un hormiguero donde haya hormigas y cava y métele dentro, y luego cúbrele, dende a quince días vuelve a tu tintero, o donde aquella espina del espinazo, y vete con tu tintero al mismo arroyo donde lo tomaste y estando dentro la espina ve metiendo agua y vaciando hasta que se quede libre de agua el tintero y limpia la espina; y esto hecho, mételo entre los dedos de la mano derecha y tomando la suya dirás: «Mi señora, beso las manos de vuestra merced», y así te querrá mucho, «pero no lo vea la persona».
Un conjuro más poético, citado por el mismo autor, es el siguiente: «Luna, qué alta estás, qué altas son tus torres, más altos son tus amores, conjúrote con la madre de Nuestro Señor Jesucristo que salga un rayo de tu amor y a mí me dé por las espaldas y a fulano por el corazón, y que por mi amor no pueda dormir ni reposar hasta que me venga a buscar».
Para cada cosa había su conjuro correspondiente. Había también los conjuros que se hacían cuando un consultante acudía a la hechicera para saber si su amante o marido le era fiel o no. Las brujas los hacían también para librarse de los corchetes que iban a apresarlas por orden del Santo Oficio («León bravo, amansa tu ira, primero fué Cristo que Santa María; cuando nació la Virgen, Cristo nacido era, alguacil, hinca la barba en tierra»), pero no producían efecto.
«Hay otros conjuradores para conjurar a los endomoniados -dice el P. Castañega-, y algunas veces son los mesmos sobredichos, y tienen para esto otras maneras diabólicas. Hacen unos cercos en tierra con ciertas señales y letras dentro repetidas en cierta manera, y hacen al demonio hincar las rodillas dentro de aquel cerco; y luego que le dice el conjurador ciertas palabras, pierden el sentido, y vienen a hacer gestos espantosos y gritar muy reciamente, e decir palabras desvariadas e muchas veces en infamia de los presentes. Conjurale que diga quién está dentro (testigo soy de vista desto que digo); respóndele que está en aquel cuerpo por príncipe y capitán del demonio llamado Satanás o Belcebú, etc., con tantos; y algunas veces que están allí con él tales a tantas ánimas de tales hombres que morieron, y señala cuáles, y habla en su nombre de ellos, representando sus personas, y si morieron en cama o en batalla, piden que les den a beber como fatigados de sed, y si murieron de enfermedad habla como enfermo, e otros semejantes engaños pasan. Hácenles sahumerios crueles, pónenle manojos de ruda en las narices y danle bofetadas e otros tormentos».
Del poeta granadino Gregorio Morillo, capellán del arzobispo, trae a cuenta Rodríguez Marín, en sus notas a la biografía de Pedro Espinosa, el siguiente hecho. «Dice Gregorio Morillo, contándolo por milagro, que en su presencia, el año de 1603, llevaron al Sacro Monte, por espacio de nueve días, a una endemoniada, y estaban los demonios rebeldes y no salían, aunque le habían dicho mil Evangelios, y que el arzobispo fué allá y con el libro de la nómina de Santiago le hizo la señal de la cruz desde la frente hasta el pecho, diciendo en lengua árabe: Non est Deus, nisi Deus Iesus Spiritus Dei, y desampararon los enemigos, dando terribles aullidos, aquel cuerpo».
«Una tarde, por la puerta de Atocha -cuenta Francisco Santos-, entre mucha gente iba un hombre que decía quería arrojarse en una noria. Metiéronle en un registro y al ruido pasó un sacerdote del Hospital General, y viendo que se enfurecía, envió por una estola, agua bendita y cruz, y empezó a conjurarle con tan buenas razones que mostraban su buena alma. Dijo el demonio: «No me atormentes, que yo saldré ahora en tu presencia, que ya estoy cansado de habitar en tan ruín vaso e ingrato, que habiendo recibido grandes beneficios de Dios, le ha pagado muy mal, que al echar un por vida, me entré en su cuerpo y más quiero las penas del infierno que tan ruín morada. No me pidas señal que prevenida la tengo y del campo la traigo, toma» A este tiempo arrojó por la boca una agujeta de cuero con sus herretes. «Dime -dijo el sacerdote-, ¿dónde hallaste esta señal?» Y respondió: «Se la quité a un pícaro que se puso a hacer su menester delante de mi y anda loco buscándola con las bragas en la mano. Id y lo veréis en esa primer huerta». No faltaron curiosos que se fueron y vieron al hombre dando vueltas y buscando su agujeta, y preguntándole qué era lo que buscaba, dijo: «La agujeta de estos calzones, que no la puedo hallar, y creo que algún demonio del infierno se la ha llevado». Volvieron al registro con la certificación y ya estaba el hombre libre del fiero enemigo, pero mortal y sin sentido, hasta que poco a poco fué volviendo: diéronle unos bizcochos y ya en su acuerdo se le llevó el sacerdote a su cuarto y se confesó y arrepintió de sus pecados.
Hubo pícaros, sin embargo, que no tardaron en darse cuenta del negocio que un endemoniamiento así representaba. El mismo autor nos cuenta uno de estos casos de una moza de dieciocho años y de buena cara, que al conjurarla hablaba latín con buenas voces y arte, sin solecismos, tanto que confundía. Conjurándola una tarde un religioso, y estando absorto de oírla, la preguntó si sabía otra lengua, a lo que respondió que todas, y el religioso la dijo: «En el nombre de Dios todopoderoso y de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas y un solo Dios verdadero, que digas lo que has dicho en lengua china». Y respondió: «Pitarul agiman de abou, oquiay amplau» «¿Qué has querido decir», la preguntó, y dijo: «En tus grandes palabras, o Dios en tí está o por tu boca habla Dios». Con todas estas gracias bachilleras se supo que la había educado un tío suyo sacerdote, desde tierna edad, y después de los primeros rudimentos de leer y escribir, viéndola de sutil entendimiento, la había enseñado la gramática, y que tenía un galán que la pedía cuenta de lo que llegaba de limosna cada día, porque no había quien, al verla, no se la diese, y de este modo juntaba muy razonable congrúa.
Pero eso no debe hacerse porque a las brujas les molesta.
También los descomulgadores de plagas actuaban por medio de conjuros. Eran gente a la que se pagaba para que cada año acudiera a los pueblos a librarlos de la «langosta, el pulgón y las otras sabandijas que se enjendran en la tierra» «La común manera de estos engañadores -dice el maestro Ciruelo- es que el conjurador se hace juez y delante de su audiencia comparecen dos procuradores el uno por parte del pueblo que demanda justicia contra la langosta; el otro pone el vicario del obispo, o la justicia del rey por parte de la langosta o la oruga. Después de muchas acusaciones que pone el procurador del pueblo y respuestas que hace el procurador de la langosta y dados sus términos de probanzas de la una parte y de la otra, hácese luego proceso y a la fin el maldito juez da su sentencia contra la langosta, en que dentro de tantos días se vaya de todo término de aquel lugar, so pena que de excomunión la sentencie. E acontesce muchas veces que el diablo, por cegar y engañar a los pueblos que tales cosas consienten, haga venir en efecto lo que promete el conjurador, y por ser secretas operaciones con cosas naturales hace huir de allí las langostas y las otras sabandijas».
No fueron menos famosos los conjuradores de nubes y tempestades. Incluso todavía existen algunos, pero los procedimientos de conjuración y aun los conjuros se hallan en franca decadencia y han perdido una buena parte de su importancia El P. Castañega nos ha dejado dicho de ellos lo siguiente: «Los conjuradores y conjuros de las nubes y tempestades son tan públicos en el reino que, por maravilla, no hay pueblo de labradores donde no tengan salario señalado y una garita puesta en el campanario o en algún lugar muy público y alto, para el conjurador, porque esté más cerca de las nubes y los demonios. Anda este error tan desvergonzado que se ofrecen a guardar el término de la piedra de aquel año (y estos tales, muchas veces, son los curas de los lugares) y al tiempo de los conjuros dicen y lóanse que juegan con la nube como con una pelota, sobre quién a quién se la echará en su término; y algunos, que presumen de más sabios, hacen cercos y entran en ellos, y se dicen que se ven en tanta priesa con los demonios que les echan el zapato del pie para que con él se despidan; y salen del cerco muy fatigados y lóanse de muy esforzados, y señalan términos dentro de los cuales quieren que se extiendan y valgan sus conjuros, procurando echar la nube fuera de su termino y que caiga en el del vecino, o en tal lugar o parte señalada»
En Arenys de Mar, el procedimiento inverso consiste en encender una hoguera al lado de una fuente, de manera que se produzca una gruesa y potente columna de humo para que los demonios que atraen el granizo puedan encaramarse por ella hasta las nubes. Cada granizo provocado por las brujas, trae consigo un pelo de cabra de grandes poderes mágicos. Incluso, con anterioridad, las brujas llegan a esquilar las cabras de un rebaño para hacer provisión de pelos.
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