«Si tú callas,
se me mueren a gritos mis palabras,
mientras se oye la Ausencia con graves pisadas
y el mundo parece que queda a tu espalda»
J.G. Manrique de Lara
PREVIO A LAS UVAS: La literatura que he encontrado acerca de la figura de Daniel Urrabieta Vierge (no se tengan en cuenta catálogos, sucintas reseñas de exposiciones o gori goris de subasteros que a nada conducen) resulta de una pobreza extremada: como si existiera una conspiración para hurtárnoslo a los ojos. Pero no hay en estas tierras que con tanto acierto dibujó, imaginación y voluntad para semejante esfuerzo. Si que hay, para tomar y regalar empero, desidia e inepcia sobradas... Apuntar como curiosidad, no obstante, que en la extensa, magnifica, culta y "fiera" introducción que Antonio Bonet Correa hace de “EL FUTURO MADRID”, obra de Angel Fernández de los Ríos citada aquí, he dado, satisfecho y por una de esas circunvoluciones del azar, con una referencia a Urrabieta Vierge que dice así:
Samuel Urrabieta Vierge era hijo del grabador Vicente Urrabieta Ortiz (1823-1879) y hermano de Daniel Urrabieta Vierge (1851-1904), el gran ilustrador del siglo XIX, cuya brillante carrera se desarrolló en Francia. Para la bibliografía sobre Daniel véase el libro de José Filgueira Valverde, El viaje a Galicia de Urrabieta Vierge, (1880), Santiago de Compostela, 1969. Sobre Samuel no existe ningún estudio especial.
Es el motivo de la nota:
En el número 26 de junio (1880) el propio Jacinto Octavio Picón escribía la larga necrología (sic) de D. Angel Fernández de los Ríos. Su texto censurado en Madrid aparecía por lo tanto incompleto. Pero estaba ilustrado con un retrato hecho por Samuel Urrabieta, una alegoría de Fernández de los Ríos en su lecho de muerte por Pellicer y una vista de la escena del momento de depositar el cadáver en un furgón del tren que desde la estación de Orleans llevaría sus restos mortales a Madrid, también de Pellicer.
El cuento viene de aqui:
¿Qué iba a pasar?... ¿La muerte lenta?... ¿El eclipse de una fama?....
La parálisis no afectó, por fortuna, a su voluntad. Voluntad gigantesca, verdaderamente titánica, que le hizo vencer su roto destino. Así, poco a poco, recobró la memoria y sus neuronas fueron abriéndose a la luz del recuerdo. Así, poco a poco, fue adiestrando su mano izquierda al ejercicio artístico, y sus dedos dominaron otra vez el secreto de las líneas y las formas. Así, poco a poco, a pesar de ser mudo y hemipléjico, venció su angustioso estado por la poderosa voluntad y los destellos gigantes de su vocación artística. Con razón Edmundo de Goncourt escribió sobre esta resurrección del artista: «En el naufragio de su cerebro ha quedado una célula intacta: la célula del dibujo. No sabe leer, no sabe escribir; de tal modo, que para firmar una obra tiene que copiar trazo a trazo la firma de un dibujo antiguo, y, sin embargo, ¡oh, prodigio!, con la mano izquierda dibuja con igual facilidad y perfección que antaño...! ¡qué desgracia, esta muerte de la mitad de él mismo y, ciertamente, de algo de su talento, cuando iba a hacer un tan bello, un tan original, un tan español Don Quijote...!»
En 1889, Urrabieta se presentó con sus dibujos a la Exposición de París. Presidía el jurado Meissonier, quien no conocía, personalmente a nuestro compatriota. Propuso otorgarle la Medalla de Oro, a la vez que proponerle al Gobierno francés para la concesión de la Legión de Honor. Unos días antes de la inauguración, Urrabieta fue, acompañado de un pariente, a visitar la exposición. Al advertirle, le rindieron un sentido homenaje de aplausos. Unos días más tarde, justamente el 5 de julio, se le ofreció un banquete (Hasta no ha muchos años los del mundillo banqueteaban de lo lindo por cualquier pijada. Para muchos de los nuestros no dejo de ser un mata-hambres. Café, copa y puro eran el colofón obligado en todo evento artístico-cultural de la época que se preciara. ¡Puta Miseria!), al que acudió todo el París artístico y literario de la época, para el cual hubo un emocionado, a la vez que lacónico, colofón verbal de Urrabieta, quien con un gran esfuerzo apenas pudo balbucir: «Merci».
Urrabieta Vierge vivía en una casa de Boulogne-Sur-Seine. Allí pasó los últimos años de su vida. Vestido con una blusa blanca, trabajaba todos los días ante el caballete, sentado en un sillón de tijera. La luz del sol le entraba a raudales por una amplia cristaleda [...]
En un testero del estudio tenía Urrabieta un gran armario, especie de arca sagrada, en la que guardaba el tesoro de las ilustraciones de sus célebres obras: originales, primeras pruebas de láminas, esquemas... Allí se veían: «El escultor y el Duque», poema de Zorrilla; «La Monja Alferez» (VIDE); «El último Abencerraje», de Chateaubriand; «Don Pablo de Segovia», de Quevedo (Ver capillada anterior); «Le Cabaret des trois Vertus», «Rôtisserie de la Reine Padauque», de Anatole France, etcétera...
Vierge fue un extraordinario ilustrador de libros. Tenía un dominio absoluto del lápiz y una depurada técnica a base de pluma y aguada [...] Un editor francés recogió parte de estos dibujos en una obra titulada «Au Pays de D. Quichotte». Otra parte de ellos, doscientos setenta dibujos, se publicaron por el editor inglés Disher Unwin (Fisher), bajo el título «The history of the valerosus and witty Knight errant Don Quixote of the Mancha», en 1906.
El gran poeta cubano José María de Heredia (Heredia Girard; no confundir con Heredia y Heredia, cubano también), uno de los mejores amigos de Urrabieta en París, escribió de él: «Todo cuanto la poesía, la historia y la novela han creado de más bello en este siglo, Vierge lo sintió, lo comprendió y lo tradujo; y al hojear la gran historia de Michelet y tantos libros de Victor Hugo, no se sabe qué admirar más, si la prodigiosa fecundidad del dibujante que los interpretó, o la soltura y variedad verdaderamente maravillosa de su genio... Los estudios más pacientes y eruditos no podrían suplir a ese sentido misterioso, casi adivinatorio, que presta a la obra de Vierge un vigor original, un encanto extraño y penetrante, en el que parece haber resumido todo el arte del posado. Yo he visto en la pared de su taller un grupo de sátiros y de egipanos con guirnaldas de pámpanos, blandiendo tirsos y ejecutando una danza que Eufronio o Nicóstenes no hubieran tenido a menos representar en el fondo de un ánfora o de un kylys. Alguno de sus burgueses o prebostes de París, bien iluminado, podría ocupar su puesto en primera línea entre la multitud que se oprime en el estrecho cuadro de las miniaturas de Jehan Fouquer. Ese torneo en que la lanza de Montgomery tiñe de sangre real las flores de lis de Francia, esas batallas dibujadas de golpe, recuerdan los ingenuos y expresivos grabados en madera que adornan y explican por su comentario figurado, en las páginas del Sueño de Polifemo, las más sutiles alegorias de Coloonna. Esos asaltos, esas tomas y saqueos de ciudades, esas matanzas horribles parecen haber sido grabadas por algún Romyn de Hooghe, alucinado, con atrevido buril, sobre la plancha ásperamente mordida. Ese raitre es digno de Goltzins (*) (Goltzius, creo yo), ese altivo perfil de caballero parece obra del buril de Tomás de Leu. ¿Y donde habrá aprendido a cabalgar tan intrépidamente nuestro jinete...? Y esos seis violinistas con pelucas rizadas, chaquetillas de seda con adornos de encaje y calzón acampanado que tocan alguna pavana o paspiés o zarabanda nueva, en obsequio de la noble dama que los escucha sonriendo, apoyada de codos en la mesa donde se ve un frasco de vino, pastelillos y confituras, ¿no habrán tomado parte en los divertimentos que Poquelin de Molière sabía imaginar tan bien para recrear al Rey Sol? (Aquel que amariconó la indumentaria masculina poniendo de moda los zapatos con un palmo de tacón) Pero volved la hoja: la página es tan sombría como la otra era clara y alegre. Destacándose en negro, bajo un cielo negro también, estriado de líneas de luz, en las que se adivina el color de sangre, y por la pendiente de una cuesta pedregosa y agrietada se ven desfilar, en medio del silencio de la noche, varios caballeros armados y encorvados sobre sus monturas derrengadas. Otros conducen de la brida sus cuadrúpedos tan pesadamente cargados que tropiezan a cada instante, siguiendoles algunos perros escuálidos y con el pelaje erizado. Se ven diez, se imaginan ciento y se sueñan diez mil. Y no sé por qué esos pocos baqui-bozuks (aunque no se me escape el termino en su contexto narrativo, quedo pendiente de su significado exacto y de la propiedad discursiva del mismo) que vuelven del merodeo evocan el horror de las grandes invasiones de las hordas victoriosas, hartas de carnicería y de rapiña que llevaron a la conquista del mundo al feroz Atila, a Tchinghiz y a Timur».
Sigue el poeta Heredia:
«La parte puramente moderna, toda de actualidad, de la obra de Vierge, no es la menos extraordinaria. Ha renovado el arte de la ilustración por el sentimiento de lo perfecto y por el estudio inteligente de la realidad; y no se sirve de fórmulas triviales de pura convención, usadas por sus predecesores, cuyos dibujos imnpersonales no parecen ser más que reproducciones de cuadros. Doré, el más grande de todos por su prodigiosa interpretación de la luz y de las sombras, no fue más que un caprichoso de imaginación romántica y soberbia, pero con mediana ciencia y un dibujo ilusorio [...] Por otra parte, ninguno (de sus predecesores o contemporáneos en el oficio) ha conseguido abarcar tanto: en un dibujo de pocos centímetros produce la ilusión de la multitud innumerable y bulliciosa de las arquitecturas gigantescas, de los espacios inmensos y de las perspectivas infinitas [...] Vierge no es nunca seco ni descuidado y su ejecución, sabiamente variada, está siempre en armonía con su visión y su concepción. Mirad ese Nacimiento de la Infanta -grabado publicado en “Le Monde Illustré”-, esa escena de alegría y de pompa reales, donde bajo las arañas de oro y los artesones ricamente esculpidos, entre el brillo y esplendor de los tapices, de los cuadros y de los muebles suntuosos, entre la magnificencia de los trajes de las damas, de las vestiduras de los cardenales y de los obispos y el lujo de los vistosos uniformes militares recamados de oro, se desborda, corre y fulgura esa luz alegremente deslumbradora y tremulante tan querida del milagroso Fortuny...»
[...]
«El otro día hojeábamos juntos, en su taller de Boulogne, los cuadernos y álbunes que trajo del viaje que emprendió para seguir las huellas del Caballero de la Triste Figura. Mientras pasaba en revista, aunque apuntados tan sólo por algunas líneas al loápiz o por poderosos toques de acuarela, todos los países que Cervantes celebró: la Mancha estéril, los campos de Montiel, Argamasilla de Alba, Cárdenas, Alcázar de San Juan, con el divino Toboso y los campanarios, los miradores, las ventanas enrejadas, las hosterías y las gentes de Sierra Morena, donde el enamorado hidalgo dio tantos tumbos caballerescos en la Peña Pobre (hasta dejar ahíto al más glotón tengo escrito -en este apartadero- sobre estos raciales lugares), con sus cielos tempestuosos, sus rocas cegadas por el sol, sus terrenos agrietados y sangrientos y sus horizontes de azul sombrío, observaba de reojo el gran artista, que parecía complacerse en mostrarme cuánto había trabajado...»
Es ahora don José Altabella quien toma la palabra:
Murió Urrabieta Vierge y su obra quedó unos años en su estudio, cuidadosamente guardada por su hijo. Luego, la compró la «Hispanic Society of América», de Nueva York. Y en 1936, Elizabelth du Gué Trapier publicó un interesante estudio sobre el gran ilustrador con las reproducciones de los fondos de tan interesante obra. En 1944, en el cementerio de Montparnase, un reducido grupo de aficionados, bibliófilos y artistas, rindieron un homenaje póstumo a nuestro compatriota, colocando una lápida sobre su tumba, gesto piadoso y sentimental que mereció una crónica de don Eugenio d'Ors. Y hasta hoy (veintiocho de abril de mil novecientos cincuenta y cuatro), que volvemos a exhumar el recuerdo españolisimo del gran ilustrador Urrabieta Vierge.
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