- ¿Y qué hay de nuevo en esto, Gaiferos? ¿Donde está la consecuencia ética o moraleja? Me temo que por dar visos de continuidad a este, su colchón de insulseces, termine usted escribiendo depravaciones o la más depurada de las bobadas. Cuente, oiga.
- Cierto que de nuevo no hay nada, como debe de ser y las ordenanzas mandan, y la moraleja es usted, atento lector, quien la debe de sacar al ruedo para lidiarla. Así que no se me sulfuren, coño, y déjenme seguir. Por cierto, depravación y de las grandes es hacer pasar al "canon digital" por constitucional. Miren, que una entidad privada sea depositaria y gestora de un impuesto estatal obligatorio e innecesario, suena cuando menos a bandidaje. A lo peor hay que ciscarse en ese papelucho que a nadie parece importar e introducírselo por las tragaderas a quien corresponda. Puñado de tontos en vísperas argumentan que el diezmo servirá para llevar a justo termino las ganancias de nuestros mas valiosos conciudadanos, perjudicados ellos, pobriños, por la terca incivilidad del paisanaje. Joder, que chuscada; será la ganancia de alguno de los suyos, digo yo. Si los mas granados intelectualmente de entre los nuestros perteneciera al gang, mejor que España se hundiera en el mar y que el diablo nos llevara a todos. Esto es de autoexilio, repugna y da asco.
En fin, es hora de cerrar el circulo de lo inefable.
La singularidad de la extraña pareja era evidente. Su nula comunicación verbal... de elevado rango. Apenas rompía a hablar el joven trefe cuando, egotico, saltaba el saurio como a resorte y le mordía las palabras, engullía todo atisbo de conversación fundada. Mira que uno ha visto cosas, pero hasta la fecha jamas canibalismo verbal de semejante categoría. Estoy por asegurar que en cuatro horas largas de vuelo no termino el pobre muchacho mas de media docena de frases. Para pasmarse, señores.
Sabido es que mediante la agudeza, la conversación puede convertirse en un arte: exigente, difícil, mejorable, espontaneo..., como todo arte. Sobre la conversación se ha teorizado mucho, empezando por los metódicos señores socráticos. Se han escrito centón de métodos inútiles sobre la misma y no hay diccionario filosófico que se precie que no la reserve un abundoso espacio. Unos y otros trastean en vano con las palabras, y obvian que el buen conversador llega a serlo mediante una acción pedagógica temprana. Nadie, por lo que he visto y leído, se preocupa de cosas capitales como la adquisición natural del lenguaje como fenómeno de intercambio; el entorno en el que se lleva a cabo; su desarrollo rítmico y guiado; tampoco de los desordenes perturbadores de su naturaleza enumerativa; ni de la imitación y el continuo ejercicio... Cuentan, a saber por qué, de la complicidad entre el lenguaje escrito y el lenguaje hablado. Mentira. Los mejores conversadores que conozco apenas se ponen ante un folio en blanco quedan paralizados. Tampoco hay que confundir el narrar con el conversar, puesto que las coordenadas espacio-temporales son del todo distintas: se narra, mejor o peor, con la memoria; se conversa, sin embargo, siguiendo las pautas cerebrales de influjos auditivos inmediatos...
Lo dejo, coño; estamos en vacaciones y no es tiempo de catequizar a nadie.
Por acabar: Como adicto al buen vino conversado (se puede probar que la palabra mejora cualquier noetico caldo; al fin, es la charleta sacerdotal, entre los católicos, la que místicamente transubstancia el vino), mi nadar es entre excelentes conversadores. Yo también creo serlo, pero en mi no tiene mérito ninguno, puesto que mi aprendizaje primero tuvo lugar entre individuos que, a falta de otras mundanidades, dominaban de pe a pa esta incruenta esgrima verbal de la que hablamos.
A primeros de los años cincuenta del pasado siglo, Camilo José Cela escribió al respecto:
SOBRE EL DELICADO PLACER DE LA CONVERSACION
(Cuando el niño sabe decir piedra, entonces la mollera se le cierra)
Siempre he creído, y no sería cosa de volverme aquí atrás, que eso que se llama el delicado placer de la conversación suele ser tara, más que virtud, y cortina de humo, antes que chorro de luz.
Con frecuencia, el buen conversador cubre de palabras su hondo vacío de ideas y adorna, con su pronta voz, el desierto de su tardo discurrir.
Reunirse «a conversar», que se tiene por fino pasatiempo, se me antoja algo tan rigurosamente inútil como reunirse a no hacer nada. En el mejor, o, por lo menos, en la mayoría de los casos, la conversación no pasa de ser un juego de sociedad como el bridge o el pinacle.
No creo que tuviera razón Pascal al decir que con la conversación se forman el espíritu y el sentimiento. Esto, bien mirado, no es sino vana palabrería y, a la postre, «tema de conversación». A menos que Pascal, cosa tampoco improbable, llamara conversación a algo que, por regla general, no llega a alcanzarse entre los conversadores al uso.
Se puede hablar o conversar por razones múltiples. Se puede hablar por hablar; se puede hablar para hacer huir las horas (Ovidio); se puede hablar por pedantería; por llamar la atención, por gimnasia, por vanidad. La Rochefoucauld deja bien sentado que, a menos que la vanidad le haga hablar, el hombre habla muy poco.
La conversación, en un noble y alto sentido que el tiempo y otras circunstancias le han ido haciendo perder, sí pudo haber sido, entre elegidos, un noble empeño, una aleccionadora realidad; lo que sucede es que la conversación ha muerto, como la poesía épica o las civilizaciones antiguas, y sus últimos flecos -eso que se llama, digo, el delicado placer de la conversación- hieden a carroña al aire, a mojama que se obstina en perfumarse con pachulí.
Las dos balas, o los dos navajazos, que hirieron de muerte a la conversación, fueron el pasarse -los conversadores- el tiempo «contando cosas», actitud que condujo al uso y abuso del chiste, ese antifaz que, sin serlo, finge el ingenio, y el no «pararse a pensar las cosas» y hablar al acelerado ritmo que se nos impone y que no siempre está sintonizado con nuestras entendederas. En menos palabras: se ha cubierto el sano discurrir con la gruesa manta de lo ingenioso, de lo agudo, y el sano discurrir se ahogó. (Obsérvese que el hombre ingenioso en la conversación suele quedarse en eso).
La Bruyère, que estudió este fenómeno de la conversación con tanta sagacidad como detenimiento y solidez, afirma que hay personas que comienzan a hablar un momento antes de haber pensado, y añade que una de las señales del ingenio mediocre es la de estar siempre contando cosas. La certera observación de La Bruyère se ha acentuado de su tiempo al nuestro: hoy hay más conversadores que razonan a remolque de su palabra y más irredentos contadores de chistes que nunca hubo.
Las cosas han llegado a semejantes graves extremos , que cualquier persona que ande un poco por el medio puede ser testigo de esas conversaciones «a tema fijo», en las que se intenta discutir, por ejemplo, qué es más importante, si amar o ser amado, o cualquier otra zarandaja por el estilo.
Insisto en que, como juego de sociedad, la conversación, como el parchís o la canasta uruguaya, puede cumplir perfectamente esa subfunción a que ha quedado reducida, pero el buen arte, el noble arte de la conversación es algo que se ha perdido. Por eso le llamamos, en irónico y doble sentido, «delicado placer», placer para uso de «snobs», de dogmáticos y de bachilleres. Massimo Bontempelli dice que ya no hay quien conozca el arte de la conversación, de la discusión. Conversar -añade- es entrar en el surco que ha trazado el otro e insistir en el trazo y perfección de aquel surco; dialogo es colaboración.
Para nuestra desgracia, estas nobles palabras de Bontempelli no sólo no han perdido vigencia, sino que, a medida que los años pasan, cobran nuevos y más lozanos impulsos.
Hoy, a la gente, no le gusta conversar, departir, hablar con sus semejantes, sino tener razón a ultranza y caiga quien caiga. O, al otro extremo del alambre, hoy a la gente, también se puede afirmar, lo único que le place es «conversar», en su más inmediato y riguroso sentido etimológico, esto es, dar vueltas a las cosas, aunque jamás se llegue al fin.
Las apologías de la conversación que hicieron los antiguos -Cicerón, Ovidio, Plinio, Séneca- han perdido vigencia, y sus palabras nos suenan ya a hueco reflejo de más felices tiempos.
A mi juicio, la conversación ha muerto agotada, ha desaparecido porque la hemos acabado como un queso, ni más ni menos, Los hombres pasaron por un tiempo - quizás un tiempo que va desde fines del XVIII hasta la segunda mitad del XIX- en el que creyeron que los negocios del alma y del estado podían arreglarse a fuerza de hablar de ellos, y tanto y tanto hubo de hablarse de todo, que la conversación, como algunas especies animales de períodos geológicos prescritos, se acabó.
Los rabos sueltos que aun quedan, de cuando en cuando, por ahí, no son sino un mero espejismo y jamás una realidad.
Y sus cultivadores, algo tan raro y tan benemérito como los concertistas de clavicordio.
2 comentarios:
Lamento tannnnnnto... tantísimo que Cela no se encuentre presente en carnes como no puede Ud. imaginar!
Esta tarde tontiloca, en la que racimeo pá ver qué arranco de aquí o allá, llego a éstos sus lares, desde el muy noble lugar de Arc.
Y, como era previsible, se confirman las certezas de que el vecino expamicrónico jamás enlaza blog sin hilo (de pescar) (ballenas).
Impresionante y estimulante lo que hay aquí. Tardaré en leerlo y me daré el placer -con su venia- de hacerlo de detrás hacia adelante, al estilo libro. Porque es así, y no de otra manera, como deben leerse los buenos diarios.
Y éste, francamente, apunta a ser excepcional.
Pero lo que me ha llevado a romper las aguas tranquilas de su post es que: Deniego la mayor.
No estoy de acuerdo en que el arte de la conversación esté extinto o no se practique.
Como las encañonadoras, los encajeros de bolillos o los repujadores de plata... sigue habiendo gente interesante, que usa del lenguaje para expresar ideas novedosas, discutir las antiguas y llegar a un buen fin, a algún lugar donde se entreveren más caminos, más ideas, otras cosas.
Y no son pocas, créame.
Es un arte que puede enseñarse, que de hecho -y si uno sabe escuchar- se aprende en las cocinas mientras humea un puchero, o en el campo, encima de un trillo escuchando los giros antiguos de las gentes sencillas, o en un banco de un parque o de una estación...
Hablar no es conversar, cierto.
Y conversar es transcurrir, también.
Una vez alguien me dijo (ooojjjj!) que soy tan positiva que si, andando por la calle, se me callera un piano en la cabeza, diría "¡olé, qué suerte, aprenderé solfeo!" (la maledicencia es mucha, ya se sabe) pero aún así me atrevo a decir que: INCLUSO EN LAS CHÁCHARAS MÁS INCONSISTENTES, ahí, en el fondo, como un undercurrent inconcreto, también, por qué no?, susyace lo que somos: pensamientos que cabalgan aortas.
it ;-))
cayera (¡uy!)
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